La evaluación, factor de calidad en los sistemas educativos ¿Por qué y para qué evaluar en educación?

Mª Antonia Casanova

La evaluación tiene mala imagen

La evaluación no tiene buena imagen, en general, dentro del mundo educativo. Al menos, entre el profesorado y, sobre todo, cuando se trata de evaluar su desempeño profesional. De hecho, no existe un modelo de evaluación docente generalizado de modo oficial en nuestro país. Alguna razón debe existir para que, hasta ahora, haya sido imposible regularlo.

Cuando se publican los resultados obtenidos por España en PISA, por ejemplo, también surgen posturas encontradas en relación con su validez o no para la toma de decisiones en el futuro del sistema educativo.

Si se habla de evaluación institucional, de evaluación de centros, surgen las críticas, los miedos o los prejuicios acerca del qué y para qué se va a evaluar o cuáles serán las consecuencias de esa evaluación.

Y así podríamos seguir poniendo ejemplos concretos, entre los cuales difícilmente encontraríamos a alguien o a alguna institución que solicitara ser evaluada o que estuviera encantada de participar en un proceso semejante.

 

Debe haber alguna causa… Lo que nos dice la Historia

Evidentemente, no podemos achacar al azar esta posición anti-evaluación en el campo educativo. Debe pensarse que alguna causa debe originarla. Si echamos la vista atrás y consideramos el origen de la evaluación en la educación, comprobaremos que su incorporación aparece a raíz de la publicación de la obra de Henry Fayol, en 1916, Administración general e industrial, en la que establece tres principios básicos de funcionamiento: planificar, realizar y evaluar. Casi de modo imperceptible, se trasladan al ámbito educativo, derivando en un modelo de organización similar al de cualquier otra empresa, a pesar de las importantes diferencias que resultan evidentes entre empresas industriales e instituciones educativas. La segmentación técnica del trabajo se refleja en la aparición de especialistas en currículum, planificación, organización, evaluación, etc.; el control de tiempos y movimientos marcó la pauta para el origen de los objetivos de aprendizaje e incorporación de la evaluación entendida como control de los resultados obtenidos; los estudios del rendimiento de los obreros condujo a la valoración del aprendizaje en términos de rendimiento académico y, lo que es más grave, a su plasmación en números, como garantía de objetividad y rigor, a pesar del simplismo que supone intentar reflejar el avance personal de un niño con un número. Es fácil concluir que control empresarial y evaluación escolar evolucionaron paralelamente en los momentos iniciales de su desarrollo e implantación.

Hay que añadir la aparición, difusión y utilización masiva de los tests psicológicos, especialmente en su aplicación generalizada al ejército estadounidense en el momento de su intervención en la Segunda Guerra Mundial. Así, el profesorado consideró haber alcanzado el instrumento definitivo para cuantificar científicamente las capacidades y el aprendizaje/rendimiento del alumnado. Por lo tanto, la evaluación surge en el sistema educativo en el marco de un paradigma cuantitativo y de mentalidad tecnocrática, cuya influencia llega hasta el momento actual.

 

Pero el tiempo ha pasado

Efectivamente, ha transcurrido mucho tiempo desde entonces y se han producido avances significativos en el campo científico, tecnológico, psicopedagógico y didáctico como para continuar aplicando modelos superados por el propio contexto social.

Si nos referimos estrictamente a evaluación, recordemos a Tyler (1950), Cronbach (1963) o Scriven (1967), autores que proponen funciones y enfoques evaluadores que enriquecen los planteamientos iniciales, aunque también puedan ampliarse en la actualidad.

Durante muchas décadas ha existido un fuerte enfrentamiento entre evaluadores cuantitativos y cualitativos, defendiendo sus posturas como antagónicas dentro de la evaluación sistémica. Hay que reconocer que las Administraciones educativas necesitan conocer cuál es el funcionamiento del sistema para poder tomar decisiones apropiadas en orden a su mejora. Y ese primer conocimiento les llega a través de evaluaciones cuantitativas, en las que aparecen datos estadísticamente significativos que permiten unas primeras aproximaciones sobre los puntos en los que hay que intervenir. Pero ese número, importante, no explica las causas de su correcto o incorrecto funcionamiento, por lo que se hace imprescindible dar pasos hacia el modelo cualitativo de evaluación, que explique el porqué de esos resultados. De este modo, lo cuantitativo y lo cualitativo se complementan y ofrecen toda la información precisa para adoptar medidas adecuadas a cada situación. Esta razonable postura creo que es la aceptada mayoritariamente en estos momentos.

Tengamos en cuenta, también, las aportaciones de la psicología evolutiva, de la psicología del aprendizaje, de la neurociencia, de las teorías del aprendizaje… Son muchos los factores que deben influir y determinar los cambios en el modelo de evaluación que ahora se implemente en las administraciones, en los centros y en las aulas, si no queremos seguir dando pasos al azar a ver si, casualmente, alguno responde a las exigencias sociales que se le plantean a la educación y, en nuestro caso, a la evaluación.

¿Por qué evaluar?

A pesar de la problemática que pueda representar la evaluación en la totalidad del sistema, hay que reconocer que resulta imprescindible incorporarla de modo sistemático si se quiere avanzar sobre bases seguras.

¿Por qué debemos evaluar? Porque tenemos que conocer el funcionamiento del sistema en todos sus ámbitos de actuación. Es importante saber cómo ejerce la Administración sus funciones (si su estructura se adapta a la del sistema, si resulta funcional para los administrados, si su legislación es pertinente para la realidad del momento, si es flexible para responder a las demandas existentes…), al igual que resulta imprescindible disponer de datos acerca de la organización y funcionamiento institucional de los centros, ya que no se puede descargar toda la responsabilidad del éxito o fracaso sistémicos solamente en el alumnado -que, realmente, es lo único que se evalúa-; por fin, efectivamente, hay que comprobar hasta qué punto los estudiantes están alcanzando las competencias y objetivos previstos en cada una de sus etapas formativas: desde la educación infantil hasta la formación profesional o la universidad.

La forma válida y fiable de conocer todo este complejo mundo educativo es llevar a cabo una evaluación regular y sistemática del mismo. Sin lugar a dudas.

Hay que buscar los modelos más adecuados para cada ámbito evaluable, para cada situación, para cada uno de los aspectos que deban controlarse en los diversos momentos. Evaluaciones generales del sistema por parte de la Administración Central, evaluaciones de las Administraciones autonómicas en sus territorios de competencia, evaluaciones institucionales en los centros docentes, evaluaciones de aprendizajes dirigidas al alumnado… Serán necesarias evaluaciones cuantitativas, cualitativas, etc., y, por supuesto, mediante técnicas de recogida y análisis de datos pertinentes con los objetivos propuestos, al igual que la definición clara y concreta de las competencias previstas como fundamentales para las generaciones que se educan. Los indicadores que se formulen en cada caso determinarán el trabajo que se lleve a cabo. En definitiva, todos los pasos del proceso evaluador deberán ser coherentes con la finalidad educativa de la evaluación. Reconozcamos, por otra parte, que todo lo referido en este párrafo está regulado legalmente. Lo que es esencial es que se cumpla dentro de un clima de negociación, importante al comienzo de las evaluaciones, y de la mejor manera posible en sus diferentes momentos. De lo contrario, la evaluación podría resultar contraproducente para los fines que se tienen previstos.

 

¿Para qué evaluar?

Convengamos, en principio, que la evaluación condiciona todos los procesos educativos de cualquier índole. Cuando aparece “un momento” de evaluación definido en el recorrido progresivo del sistema, automáticamente todos los procesos anteriores se ponen al servicio de esa evaluación. Por eso es tan importante “acertar” en el modelo evaluador. Porque va a condicionar el sistema en su conjunto y va a centrar la atención, de la sociedad y de los profesionales de la educación, en la superación de esas evaluaciones prescriptivas establecidas legalmente.

Si se propone un modelo de evaluación que permita y favorezca la atención a la diversidad de cuanto compone el mundo educativo -sin que eso genere desinterés o mengua en las adquisiciones formativas de los estudiantes- habremos conseguido que el quehacer administrador y docente se enfoquen hacia la mejora permanente del sistema y, en consecuencia, hacia la consecución de un incremento de la calidad educativa que recibe la población que se educa, es decir, de toda la población en las etapas obligatorias, esenciales en el avance de la sociedad democrática y equitativa que se pretende.

Para eso debemos evaluar. En todos los casos y con cualquier modelo aplicable en el momento actual, para avanzar con firmeza en la mejora de la educación ciudadana. Con todos los medios a su servicio. El camino es, quizá, más importante que la meta, en cuanto que en él se aprende, se crece, surgen relaciones afectivas, se socializa la población, se colabora… En definitiva, el camino es la vida que, por supuesto, se dirige a múltiples metas alcanzables, pero efímeras. Cuando se ha conseguido una, necesitamos otra siguiente, mejor, con mayores exigencias, para seguir caminando… Necesitamos utopías, como afirma Galeano, para progresar en lo personal y en lo profesional. Algo que no pueden olvidar los responsables de esta irrenunciable tarea que, no obstante, nos compete a todos: la educación.

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